En la época romántica Bodelaire(1821-1867) pone de
manifiesto la figura del flâneur, paseante bohemio que vaga por la ciudad
perdiéndose entre sus calles e imbuyéndose de todo lo que le rodea. Es un ser
que protegido por el anonimato que ofrece la urbe se empapa tanto de la
arquitectura que lo rodea como por el ambiente que la conforma.
Me encanta hacer de flâneur y descubrir lo que ofrece la
ciudad. Constantemente encuentras pequeños detalles y rincones que normalmente te pasan desapercibidos en la rutina
diaria. Eso sí, hay que saber mirar y no solo ver. Personalmente, tengo que
tener bastante cuidado en mis salidas ya que ando siempre mirando a mí
alrededor y sin prestar mucha atención a alcantarillados, farolas fuera de
lugar y viandantes apresurados que se interponen en mi camino.
El mes de agosto es el perfecto para pasear por Madrid, se
vacía de coches y de grandes multitudes ampliando los espacios siempre llenos.
Eso sí, buscando siempre la sombra y a una hora donde no te desmayes en plena
calle. Es una especie de búsqueda del tesoro sin mapa ni brújula que te guíen,
el instinto es lo que predomina en estas expediciones. Aunque está bien eso de
perderse, siempre hay que hacerlo con algún punto de referencia, para no
llevarse ningún susto.
Aparte de la arquitectura que conforma la ciudad y detalles
urbanísticos que impactan, algunas sorpresas que descubro son de “artistas
anónimos” y ahí es donde radica su espontaneidad y frescura, no esperan nada de
nadie, ni halagos ni ventas ni buenas críticas, simplemente dejan volar la
imaginación y se expresan. Pueden ir desde balcones con extraterrestres hasta
grafitis en una pared abandonada como en el cartel del horario de una peluquería.
Lo más importante de todo es mirar con respeto y con la
mente abierta a nuevas posibilidades. Dejarse sorprender también es esencial y,
sobre todo, disfrutar de la experiencia y siempre repetir, nunca se sabe lo que
te perdiste la última vez.